|
Alfonso XII con 17 años
por Carlos Luis de Ribera y Fieve
Banco de España (Madrid) |
Con la dictadura republicana del general Serrano el Sexenio Democrático llega a su fin. Suspendidas las constituciones de 1869 y 1873 y cerradas las Cortes, el gobierno de Serrano, formado principalmente por progresistas, se limitó a mantener el orden y a intentar poner fin a la tercera guerra carlista.
Durante el Sexenio el político malagueño Antonio Cánovas del Castillo, antiguo moderado puritano que había participado en el pronunciamiento de 1854 contra los moderados autoritarios redactatando el Manifiesto del Manzanares y que había llegado a ser ministro en los gobiernos de la Unión Liberal de Serrano, fue aglutinando a los sectores liberales monárquicos conservadores en torno a un partido alfonsino que propugnaba el retorno de la dinastía borbónica encabezada por el joven príncipe don Alfonso.
Don Alfonso, era hijo de Isabel II y se había exiliado en Francia junto a su madre siendo un niño de tan solo 11 años. Recibió una educación académica y militar en varios paises y a finales de 1874, ya con 17 años, se encontraba completando sus estudios en la academia militar británica de Sandhurst. Frente a los fracasos de Amadeo I y la I República y el antiliberalismo de los carlistas, los alfonsinos presentaban a don Alfonso como el candidato ideal al trono de España ya que representaba la continuidad histórica de la Monarquía, era un partidario del liberalismo moderado, era un joven príncipe preparado en las mejores academias militares de Europa y no se le podía acusar de ninguno de los males políticos del reinado de su madre Isabel II.
El 1 de diciembre de 1874, don Alfonso de Borbón firmó el Manifiesto de Sandhurst, un texto elaborado por Antonio Cánovas del Castillo en el que se manifestaba la necesidad de restaurar la dinastía borbónica y cuyas ideas principales son:
- El gobiero actual, el de Serrano, se mantiene solo por la fuerza y es ilegítimo ya que tiene su origen en la disolución de las Cortes protagonizada por el general Pavía. También fue ilegítima la República ya que se proclamó por una parte de las Cortes sin que hubiera un proceso constituyente. Ninguno de los sistemas políticos ensayados en el Sexenio, incluida la monarquía de Amadeo I, ha sabido dar respuesta a los prblemas de España.
- Los españoles carecen de garantías constitucionales ya que no hay ninguna constitución vigente.
- Sólo una monarquía constitucional y liberal puede garantizar la reapertura de las Cortes y el imperio de la ley sobre la dictadura militar y sobre el desorden revolucionario.
- Él es el único representante de la dinatía que detenta todos los derechos históricos para ocupar el trono de España y que desde 1833. con su abuela María Cristina y su madre Isabel II, se ha apoyado en las Cortes para gobernar.
- Como príncipe moderno es un liberal convencido. Como español, es un convecido defensor del catolicismo. Así se presenta como una opción moderada y de centro frente a los extremismos, el de los revolucionarios internacionalistas y republicanios y frente a los carlistas ultracatólicos.
- Representa por tanto el sentir de la mayoría de los españoles, tanto los monárquicos moderados como de todos los españoles "de buena fe" independientemente de donde hayan militado anteriormente. Incluso hay una alusión a la clase obrera, a la que promete garantizar sus derechos tanto como como a las "clases elevadas", aunque esta clase obrera nunca se había sentido representada por los aprtidos liberales y tenía ya en esta época su propia representación política y sindical a través de la AIT anarquista y la AIT marxista.
El manifiesto se publicó en la prensa española el 27 de diciembre de 1874. Dos días después, el 29 de diciembre el general Martínez Campos encabezó un pronunciamiento militar en Sagunto proclamando rey de España a Alfonso XII. El gobierno de Serrano no puso ninguna oposición y entregó inmediatamente el poder al partido alfonsino. Cánovas del Castillo asumió la dirección de un ministerio-regencia mientras llegaba el nuevo rey.
MANIFIESTO DE SANDHURST
He recibido de España un gran número
de felicitaciones con motivo de mi cumpleaños, y algunas de compatriotas
nuestros residentes en Francia. Deseo que con todos sea usted intérprete de mi
gratitud y mis opiniones.
Cuantos me
han escrito muestran igual convicción de que sólo el restablecimiento de la
monarquía constitucional puede poner término a la opresión, a la incertidumbre
y a las crueles perturbaciones que experimenta España. Díceme que así lo
reconoce ya la mayoría de nuestros compatriotas, y que antes de mucho estarán
conmigo los de buena fe, sean cuales fueren sus antecedentes políticos,
comprendiendo que no pueda tener exclusiones ni de un monarca nuevo y
desapasionado ni de un régimen que precisamente hoy se impone porque representa
la unión y la paz.
No sé yo
cuándo o cómo, ni siquiera si se ha de realizar esa esperanza. Sólo puedo decir
que nada omitiré para hacerme digno del difícil encargo de restablecer en
nuestra noble nación, al tiempo que la concordia, el orden legal y la libertad
política, si Dios en sus altos designios me la confía.
Por virtud
de la espontánea y solemne abdicación de mi augusta madre, tan generosa como
infortunada, soy único representante yo del derecho monárquico en España.
Arranca este de una legislación secular, confirmada por todos los precedentes
históricos, y está indudablemente unida a todas las instituciones
representativas, que nunca dejaron de funcionar legalmente durante los treinta
y cinco años transcurridos desde que comenzó el reinado de mi madre hasta que,
niño aún, pisé yo con todos los míos el suelo extranjero.
Huérfana
la nación ahora de todo derecho público e indefinidamente privada de sus
libertades, natural es que vuelva los ojos a su acostumbrado derecho constitucional
y a aquellas libres instituciones que ni en 1812 le impidieron defender su
independencia ni acabar en 1840 otra empeñada guerra civil. Debióles, además,
muchos años de progreso constante, de prosperidad, de crédito y aun de alguna
gloria; años que no es fácil borrar del recuerdo cuando tantos son todavía los
que los han conocido.
Por todo
esto, sin duda, lo único que inspira ya confianza en España es una monarquía
hereditaria y representativa, mirándola como irremplazable garantía de sus
derechos e intereses desde las clases obreras hasta las más elevadas.
En el
intretanto, no sólo está hoy por tierra todo lo que en 1868 existía, sino
cuanto se ha pretendido desde entonces crear. Si de hecho se halla abolida la
Constitución de 1845, hállase también abolida la que en 1869 se formó sobre la
base inexistente de la monarquía.
Si una
Junta de senadores y diputados, sin ninguna forma legal constituida, decretó la
república, bien pronto fueron disueltas las únicas Cortes convocadas con el
deliberado intento de plantear aquel régimen por las bayonetas de la guarnición
de Madrid. Todas las cuestiones políticas están así pendientes, y aun
reservadas, por parte de los actuales gobernantes, a la libre decisión del
porvenir.
Afortunadamente
la monarquía hereditaria y constitucional posee en sus principios la necesaria
flexibilidad y cuantas condiciones de acierto hacen falta para que todos los
problemas que traiga su restablecimiento consigo sean resueltos de conformidad
con los votos y la convivencia de la nación.
No hay que
esperar que decida ya nada de plano y arbitrariamente, sin Cortes no
resolvieron los negocios arduos de los príncipes españoles allá en los antiguos
tiempos de la monarquía, y esta justísima regla de conducta no he de olvidarla
yo en mi condición presente, y cuando todos los españoles estén ya habituados a
los procedimientos parlamentarios. Llegado el caso, fácil será que se entiendan
y concierten las cuestiones por resolver un príncipe leal y un pueblo libre.
Nada deseo
tanto como que nuestra patria lo sea de verdad. A ello ha de contribuir
poderosamente la dura lección de estos últimos tiempos que, si para nadie puede
ser perdida, todavía lo será menos para las hornadas y laboriosas clases
populares, víctimas de sofismas pérfidos o de absurdas ilusiones.
Cuanto se
está viviendo enseña que las naciones más grandes y prósperas, y donde el
orden, la libertad y la justicia se admiran mejor, son aquellas que respetan
más su propia historia. No impiden esto, en verdad, que atentamente observen y
sigan con seguros pasos la marcha progresiva de la civilización. Quiera, pues,
la Providencia divina que algún día se inspire el pueblo español en tales
ejemplos.
Por mi
parte, debo al infortunio estar en contacto con los hombres y las cosas de la
Europa moderna, y si en ella no alcanza España una posición digna de su
historia, y de consuno independiente y simpática, culpa mía no será ni ahora ni
nunca. Sea la que quiera mi propia suerte ni dejaré de ser buen español ni,
como todos mis antepasados, buen católico, ni, como hombre del siglo,
verdaderamente liberal.
Suyo,
afmo., Alfonso de Borbón.
Nork-Town
(Sandhurst), 1 de diciembre de 1874